Por: Miguel Núñez Mercado.
Los caleranos tienen una forma especial de comunicarse: los silbidos. Es una tradición que se mantiene, aún, después de muchas décadas. Seguramente surgió –durante la llegada de los primeros migrantes árabes- cuando la ciudad era más pequeña, se podía recorrer de unas trancadas y hasta uno podía encontrar árabes ciertos en las calles.
No son silbidos para llamarse unos a otros, sino para fijar en el aire de la ciudad una identidad muy propia. Un silbido, de una a otra esquina, permite saber quién o cuál está en algún lugar del centro y reunirse con él si es necesario. Los silbidos han sido un lenguaje muy popular y tradicional en La Calera, que no ha sido muy estudiado por los lingüistas.
Algo así como el lenguaje de los pájaros, que descubrió en ellos el poeta Juan Luis Martínez. El bardo aseguraba que “los pájaros cantan en pajarístico, pero los escuchamos en español. / El español es una lengua opaca, / con un gran número de palabras fantasmas; el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras…/.
Una cosa semejante a este símbolo del lenguaje poético deben ser los silbidos en La Calera. Porque el idioma del silbo es conocido sólo por el emisor y los que dominan el secreto lenguaje del aire apretado entre los labios, o con los dedos en la boca, y que se pueden llegar a traducir en el idioma opaco y gastado de las palabras de todos los días.
Ha habido, y hay, muy buenos silbadores en La Calera. Aunque un silbador excepcional fue el multifacético Temístocles Flores, más conocido como “El Chico Virginia”. Es que, en su labor de lustrabotas, imitaba con su estridente, aunque melodioso silbido, la propaganda de Betún “Virginia”, que le dio su identidad más conocida y que era conocida por todos los caleranos.
Porque, a veces, Temístocles Flores, también, era vendedor de maní, por lo que su silbido cambiaba a algo más tropical y de moda y también su historia. “El `Chico Virginia´ es mi hermano gemelo”, decía, cuando le preguntaban por el desaire y traición que le imputaban en contra del betún, el trapo y la escobilla. Y, en otras oportunidades, cuando los dos negocios, el de lustrabotas o manicero, estaban mal, se vestía con extraños y coloridos ropajes.
Entonces, “El Chico Virginia” se ponía un “kafiyyeh” sobre la cabeza, silbaba una canción de melodía ondulante, que decía le habían enseñado los paisanos y se convertía en un “faquir”. Colocaba una base en el piso de una vereda y se acostaba sobre ella. Mientras silbaba la melodía supuestamente árabe, Temístocles Flores se mantenía con una actitud severa de introspección y de mortificado asceta.
Supuestamente, Temístocles Flores pagaba con su acción -y sus melodiosos silbidos- los más mortificantes pecados del mundo, para lo cual los caleranos podían colaborar, con algunas monedas, en un tarrito abierto que colocaba junto al sitio donde se sometía a la voluntaria tortura. También, según se aseguraba, remitía con los dioses a sus benefactores porque sus silbidos traspasaban el cielo siempre oscuro de La Calera y llegaban muy lejos.
Temístocles Flores, el silbador por excelencia de La Calera, tenía que hacer de todo, para mantener a su mujer y sus tres hijos. Hasta que un accidente fatal dejó a Temístocles Flores sin sus reconocidos silbidos para siempre.
Aunque, entre los caleranos, se asegura que los sones surgidos del aire apretado en los labios del “Chico Virginia”, no se han ido nunca de la ciudad. Lo recuerdan hasta los escasos pájaros de La Calera que, a veces, se atreven a silbar entre la maraña de los cables eléctricos, quienes son imitados por los silbadores de La Calera que aun sobreviven y que, en oportunidades, hablan en el leguaje del silbo, como si fueran pájaros.